miércoles, 20 de mayo de 2009

El lunar de Obama

Vivimos una época en la que cada vez es más difícil reconocer qué es verdad y qué no lo es. Eso se debe, según parece, al poderoso influjo que los medios de comunicación –sobre todo la televisión- ejercen sobre la ciudadanía de hoy.

Sin ningún afán de culpar a la tele de todos los males de ésta nuestra época, parece evidente, sin embargo, que la pequeña -pero matona- pantalla se ha convertido no solo en nuestros ojos y nuestros oídos, sino que está acaparando e invadiendo ya el resto de nuestros sentidos. ¿No “olemos”, acaso, desde el sofá de casa el aroma embriagador que desprenden los anuncios de perfumes que abarrotan los programas de televisión?; ¿acaso no hemos “saboreado” en algún momento alguno de esos exquisitos platos de los programas de Karlos Arguiñano, por ejemplo? “Solo existe lo que aparece en los medios de comunicación”, dicen por ahí; o lo que es lo mismo, la noción de la realidad que tenemos la gran mayoría de ciudadanos y ciudadanas de hoy es la “realidad” mediática; ese dogma de la modernidad, ese cúmulo de verdades casi absolutas con las que nos levantamos y nos acostamos cada día y que, en gran parte, no son más que pura ficción. El riesgo es evidente; tan evidente como que cada vez resulta más difícil distinguir de verdad lo que es real de lo que solo es ficción.

Existen, sin duda, muchos ejemplos que ilustrarían este hecho que parece ya una certeza indiscutible. Pero recurriré a un experimento intranscendente que yo mismo puse en práctica hace tan solo unos días. Tenía mucha curiosidad por saber la opinión de mis amistades más próximas acerca de la repetidísima referencia de los medios a Barack Obama como “el primer presidente negro de los EEUU”. La cuestión que planteé a mis amigos y amigas era bien sencilla: ¿Obama es negro?, les pregunté. La respuesta no solo fue igualmente sencilla, sino que además resultó mayoritariamente abrumadora en cuanto al resultado y contundente en relación a la forma: todas las personas que consulté –negros/negras, blancos/blancas, mulatos/mulatas, jóvenes y grandes- contestaron que sí, que el actual presidente de los USA es negro y sin mostrar el más mínimo signo de duda. No es que me sorprendiera del todo una respuesta tan concluyente, pero sí he de confesar que me quedé un tanto aturdido y confuso ante el dato de que ninguna de las personas a las que me dirigí desconociera, según pude también pude constatar, los antecedentes familiares del actual presidente de los Estados Unidos. Evidentemente, algo huele a podrido en Dinamarca.

Por mi parte, no tengo ni la más puñetera idea de hasta qué punto mi consulta doméstica pudiera homologarse a un universo mucho más amplio; está claro que no pretendía llevar a cabo ninguna encuesta con carácter científico, simplemente deseaba captar la visión de mis más allegados y allegadas sobre el estado de la cuestión. Pero para mí quedó clara una vez más la capacidad alucinógena de los medios de comunicación, una capacidad que llega a adormecer y a neutralizar nuestra facultad de percibir la realidad incluso de aquello que pasa delante de nuestras propias narices. Desde ese punto de vista, poco importa que Obama apareciera una y mil veces en los informativos de las televisiones o en las portadas de los diarios y las revistas más prestigiosas de este mundo mundial; no importa siquiera que supiéramos de forma fehaciente que el padre del actual inquilino de la Casa Blanca fuera un keniata/negrata que emigró a los USA, y que su madre fuera una autóctona blanca estadounidense. Obviamente, también carece de importancia el hecho de que supiéramos que –salvo en caso de uno de esos “accidentes” que la Biología nos ofrece en contadísimas ocasiones- lo normal es que la descendencia resultante del cruce sexual entre negro y blanca –o la revés- no es ni blanco ni negra, sino lo que todos conocemos como mulato o mulata. Todo eso lo sabemos. Pero, como quiera que hemos perdido (¿ya para siempre?) la aptitud de “ver”, ni tan siquiera percibimos la tez mulata de Obama, exhibida hasta la saciedad en las imágenes que diariamente divulgan los medios de comunicación. Todo está, pues, en manos de los medios y si éstos dicen que Barack Obama es el primer presidente negro de los Estados Unidos, pues ¡firmes y todo el mundo a tragarse el cuento; seguramente tragaríamos igualmente si nos lo presentaran como cualquiera de esos superhéroes de cómic, llámese Supermán, llámese El Capitán Trueno o qué sé yo.

Y, ¿qué importancia tiene eso? -me preguntaron, a su vez, algunos amigos. Pues hombre; creo que soy consciente de que lo básico en un político, sea éste negro, blanco, amarillo o mismamente mulato es su voluntad y su capacidad para, al menos, cumplir el contrato contraído con la ciudadanía que le otorga su confianza en unas elecciones democráticas. En tal sentido no me duelen prendas reconocer, al día de hoy y una vez consumados los cien primeros días de la presidencia de Obama, que su labor como líder de los Estados Unidos no está nada mal. También he de reconocer su brillantez, su inteligencia y su buen talante a la hora de enfocar los grandes problemas que afectan a nuestro mundo de hoy. Sin embargo, al menos para mí, Barack Obama tiene un lunar. No sé; me da un cierto rechazo psicológico tener que fiarme de alguien que –por muy inteligente y brillante que parezca- se dejara arrastrar por la eufórica borrachera que provocan los medios al permitir sin rechistar que éstos le presenten como lo que en realidad no es. Esa actitud me resulta sospechosa, me hace desconfiar, me pone en alerta. Para mí es como si de alguna manera el presidente Obama renegara de su yo más profundo; como si para él ser mulato fuera algo innombrable, algo que hay que atenuar y ocultar, algo casi vergonzante. En mi fuero interno deseo y espero que todo eso sea solo una falsa apreciación por mi parte. Espero también –más que nada me alegraría- que el propio Obama desmintiera cuanto antes la monumental falacia que los medios vienen orquestando en torno a su persona a lo largo de los últimos meses y que vete tú a saber qué oscuras razones se ocultan detrás de la misma.

El "Papá" de África

Ojeo El Periódico de Catalunya, del lunes 11 de mayo, y me encuentro en las páginas de opinión con un artículo firmado por José Carlos Rodríguez. En el artículo en cuestión, el autor, en tono de escándalo, afirma que “…la reciente admisión a trámite en el Congreso de los Diputados de una reprobación al Papa… …no deja de parecerme una manera sutil del paternalismo que padecemos los occidentales: pretender saber lo que es bueno para África sin molestarnos en consultar a los africanos”. Se refería, por supuesto, al pronunciamiento del Papa Benedicto XVI durante su reciente viaje a África en contra de la utilización del condón, como medida de prevención contra el SIDA en ese continente.
Como africano y sobre todo como ciudadano, no puedo menos que compartir el rechazo, no del trámite en el Congreso de los Diputados que me parece acertado, sino del paternalismo occidental en África al que se refiere el autor; un paternalismo que, como todo el mudo sabe, repercute en casi todos ámbitos de la vida africana: político, económico y cultural. De hecho, la realidad es que todavía hoy los africanos seguimos siendo, desde el punto de vista de Occidente, esos “niños grandes a los que hay que educar, tutelar, conducir por buen camino. Es el mismo argumento con el que, en su época, se pretendió justificar lo injustificable: la colonización. Muchos coinciden en señalar que la colonización fue el lodo que moldeó los barros que todavía hoy lastran la existencia de los africanos y cuyos efectos tanto beneficiaron y siguen beneficiando a Occidente.
Sin embargo, cuando en el siguiente párrafo del artículo el señor Rodríguez afirma que “…en África, la promiscuidad… …es una plaga cuya erradicación pide la respuesta más lógica y razonable: trabajar por el cambio de comportamiento”, tengo que manifestar mi más rotunda oposición ante una argumentación que no solo es igual de paternalista -¡qué fácil resulta siempre ver la paja en el ojo ajeno!-, sino que además es de una hipocresía moral intolerable. A estas alturas de la Historia, la Iglesia Católica, Apostólica y Romana todavía persiste en su cruzada criminalizadora de la animalidad connatural a nuestra especie humana. La Iglesia, en base a promesas de un futuro incierto de goce per ómnia saecula saeculórum, todavía se empeña en impedir que gocemos aquí y ahora de los dones que gratuita y generosamente nos provee la propia naturaleza. Nada de dejarse llevar por el instinto; ¡ojo con los placeres de la carne!, etc., etc.: es la doctrina, el dogma, la dictadura totalitaria, el gran pecado ancestral de “no fornicarás” de las tablas de un tal Moisés.
La abstinencia sexual que, según José Carlos Rodríguez es la única opción aceptable para defenderse del SIDA, a parte de ser una crueldad e inhumana salvajada, es sencillamente imposible en un continente que como el africano destila sensualidad y sexualidad por sus cuatro costados. Puede que esta afirmación parezca una exageración por mi parte; pero el clero católico, el más intransigente en todo lo relacionado con una sexualidad libre y liberadora, sabe perfectamente de qué hablo. En el África actual ya nadie se escandaliza que todo un cardenal, un obispo, un párroco o un simple seminarista se jacte e incluso exhiba en público a sus amantes ¡sin que mediara el sagrado vínculo del matrimonio! Y el “Papá” de Roma calla; ¿será porque otorga? ¡Menuda hipocresía!